Las huellas rojas.

Yo, corría de prisa por el mismo camino una y otra vez. Incluso cuando sabía que tan sólo tenía que parar, apretaba mis manos y me decía: Sigue caminando, esto es lo que tú querías.

Y en cada paso, los cortes en los pies dolían más y más. La sangre que dejaba tras cada zancada era la prueba fehaciente de que esto no era lo mejor para mí y sin embargo, yo sonreía a todos los que pasaban alrededor haciéndome la sorprendida, como si yo misma no me hubiese visto sangrar.

Y seguí corriendo. Sentía tu mirada sobre mi hombro y pensaba, convencida: Ahora si.

Ahora sí habrá valido la pena desaparecer.

Ahora sí habrá valido la pena dejar de sentir.

Ahora sí habrá valido la pena esconderme de mis sueños.

Ahora sí habrá valido la pena morir en vida.

Pero los días pasaban, y ese camino lleno de mis pisadas sangrientas empezó a antojarse más y más confuso.

El ruido de la calle ya no me alcanzaba, ni siquiera el agua de la ducha me hacía volver en mí misma.

Mis ojos se habían encadenado en aquellas pisadas. Todas mías y sin nada de ti.

Y ese fue el momento en que me fijé en tus pies. Esos que no se habían movido, porque jamás han caminado por nadie más que tú mismo.

Y yo, que jamás fui de comparaciones, aquel día, al ver mis pisadas al lado de tus huellas vacías, me di cuenta de que había una gran diferencia entre querer correr y ser perseguida.

Que las heridas de mis pies nunca fueron por avanzar contundentemente contigo, si no por escapar de ti.

Que Tamara siempre estuvo ahí, esperando, llevándome de la mano y susurrando bien flojito: ya casi estamos. Esto ya casi ha terminado.

Nunca desaparecí.

Nunca dejé de sentir.

Nunca escondí mis sueños.

Nunca dejé de vivir.

Sansa – Zahara

Yo no soy mejor, por que tú me humillaras.
Yo no soy mejor por que tú me anularas.
Lo que me ha hecho fuerte es alejarme de ti.
Lo que me ha hecho fuerte, es acercarme a mí.

Las flores del cuándo.

No se puede ser el que empuña el cuchillo y el que sangra al mismo tiempo.

Las flores me miraban desde la puerta y me preguntaban en un susurro «¿Hasta cuándo?». Y yo de verdad que las oía pero no quería escuchar. Porque es dificil aceptar que quien tan bien te ha querido, tan bien te ha podido dañar. Tan bien, también.

Y es que no se puede ser quien empuña el cuchillo y lo clava lentamente y al mismo tiempo el que grita de dolor y relame las heridas que él mismo ha creado. «¿Hasta cuándo lo vas a aguantar?».

Silencio, por favor, silencio. Apoyé mi mano sobre el ramo de flores e internamente les suplicaba que todo esto fuese la mayor confusión de la historia. Que no se destrozasen los bonitos recuerdos que sus pétalos secos habían dejado atrás.

Y sin embargo, ¿hasta cuándo?

Ya era suficiente. El cuchillo, las heridas, el no poder gritar de dolor porque él me robó ese papel, la confusión de los buenos días, las idas y venidas, las canciones, las dudas y de repente la claridad de sentirte exactamente como ese ramo de flores.

Expuesto bajo su decisión, perenne en sus pétalos secos bajo su decisión, esperando tan bien, también, bajo su decisión.

Así que en un silencioso acuerdo, nos agarramos de la mano. Las flores y yo. Nosotras. Nuestra propia decisión.

Y les dije adiós. Porque el «hasta cuándo» acaba hoy.

Hasta hoy, tan bien, también.

90

Y me pregunté muchas veces, tantas como 90 ocasiones.

En mitad de la noche, temerosa, fría, inalcanzable. ¿Será que se ha secado todo el amor que había dentro de mí?

¿Será que su herida es tan profunda que logró hacer un agujero atravesando todo mi cuerpo? ¿Es por allí por donde se escapó la pasión, el amor y la certeza?

Golpeo con rabia, una y otra vez, mi almohada. Tantos como 90 golpes.

¿Por qué dejamos que personas que ya no están, sigan estando en nuestro día a día? A veces de manera invisible pero tangible, como ese calor pegajoso de verano que aparece sin cesar.

Eres ese sudor que odio y que me rodea, que me recuerda que el calor no se va aunque yo lo quiera.

Pero por suerte, lo dije en voz alta 90 veces: el verano no dura para siempre.

el atico de la ansiedad

Carta a los gritos de ansiedad.

Cuando el desván se va llenando de trastos, la mayoría inservibles, llega un momento que el aire no puede correr a través, es en ese momento que mi garganta se atraganta y las palabras comienzan a desordenarse.

Muchas veces desearía que fuese más sencillo.

Con la envidia en los ojos de los que miran a los demás y piensan «viven una vida sin problemas», el corazón me quema por instantes y existe un momento de rencor que hace que mis dedos bailen por encima de la mesa dando pequeños golpecitos, llenos de enfado.

La mente me acorrala y sólo escucho que grita «¿por qué tenemos que ser así?» y te juro que desearía con todo mi ser poder responderle. Pero no existe una respuesta para algo como la ansiedad. No puedo señalar a un culpable.

Y lo odio, odio cada segundo de nerviosismo, minuto de duda y hora de incapacidad de salir de la cama. Y sin embargo esa soy yo.

Soy la misma persona que a veces se levanta, sale por la puerta y recorre el mundo entero. Que se pasa horas trabajando y organiza hasta el último detalle. La misma que escuchó cien veces «no podrás hacerlo» y lo hizo.

Esa persona y yo somos la misma, la que se esconde y la que sale adelante.

Por eso cuando los golpes en la puerta siguen, con gritos de culpabilidad y ganas de perseguir con torchas ardiendo a la que he convertido en mi caza de brujas personal, me digo a mí misma una y otra vez: no le des la espalda a quien siempre estuvo ahí para ti.

Aunque te cueste, aunque lo finjas, aunque ni si quiera desees intentarlo, no te dejes atrás.

No te dejes atrás, amiga/o.

Curvas a la vista.

Las zonas de confort están para darnos un merecido respiro después de una tormenta, eso lo he aprendido con creces a lo largo de estos años. Y aunque me asomé al trampolín varias veces, siempre sentía que la piscina quedaba bastante lejos y me retiraba antes del impulso.

¿Pero qué me llevó al trampolín en primer lugar?

Vuelve a ser de madrugada y estoy aquí tecleando como otras tantas veces en las que he desbocado el alma y sin embargo esta se siente diferente. Recuerdo cuando empecé «La columna de Mosby» y me supuso un reto enorme el dedicarme a escribir cada día. ¡Pero lo disfrutaba muchísimo!

Y honestamente no sabía qué hacer con este blog, siempre me encontraba con la respuesta de: escribir aquello que me apetezca.

Pero lo sentía poco profesional o quizás algo que pudiera despistar a aquellos que me leían. Cuando sentí que estaba dejándome llevar, me pidieron que dejase este proyecto «porque ocupaba espacio en mi mente». ¡Qué irónico pensé!

Este lugar justamente hace lo contrario. Como si sacase las alfombras para quitarles todo el polvo que llevan encima.

Y es que este lugar se llama: Lo que no escribí ayer. Y por una razón.

En estos días estoy recuperando las ganas de conocer más sobre el marketing, de dedicarme a crear cosas y a dejar de dar tantas explicaciones, vueltas y sumergirme en los miedos más profundos para aprender algo nuevo. Aprender de mí.

Pues a ti, lector/a, no puedo prometerte que mañana habrá un poema, o un escrito como este o simplemente una carta a la agonía de mis momentos de overthinking.

Pero si puedo prometerte que habrá más. Habrá Tamara. Habrá.

Gracias y no me pierdas de vista, vienen curvas.

El refugio.

Nunca pensé que los refugios pudieran estar dentro de mí, siempre había corrido en la otra dirección para escapar de las cosas mundanas, de la vida, de los pasos que duelen.

Y sin embargo miraba por la ventana de mis ojos pero yo ya no estaba allí.

Sentada en un sofá que me separa de mí, miro mis manos como si fueran las de otra persona. Las muevo ante mí y me pregunto qué tocarán a continuación. ¿En quién o qué me he convertido?

Como una cáscara parlante, los días pasan y pasan. Sé que la luna me dice adiós y de nuevo llega para visitarme, pero ni si quiera estoy marcando los días en el calendario.

Aquí dentro, a veces lleno las paredes de arañazos y grito. Quiero estallar. Pero cuando llegan las palabras a mi garganta… Honestamente estoy tan cansada que me giro de nuevo hacia esa ventana ocular e intento decirle «hey, es tu turno, eres tú quien debería quebrarse la voz». Pero sólo me espera la indiferencia, ella no me escucha, a veces he pensado que ya ni si quiera sabe que estoy aquí.

Otros días, cuando ella consigue un pequeño logro y mueve sus manos, parpadea rápido, camina dando pequeños saltitos… Quisiera corresponderle, poder reaccionar como si su felicidad fuese la mía, como solíamos hacer. Las pequeñas ondas llegan a mí y sin embargo las miro con compasión, pues la misma indiferencia exterior les espera.

Ambas parecemos como esa chimenea llena de ascuas que no se apagan pero que tampoco calientan del todo ya.

Quisiera pedirle una pequeña danza, como un tango en el que tengamos que estar tan cerca que nos incomode la piel y podamos volver a fusionarnos. Pero creo que ambas nos tenemos miedo.

Ella no sabe qué encontrará en su interior y yo no sé cómo lo sacaré al exterior.

Pero no hay dudas, no me iré a ninguna parte. Me quedaré aquí sentada, en el mismo sofá, esperando esa mano que un día llegará. Imagino que cuando estés preparada, lo sabrás.

Jazmines y estrellas.

Suenan gritos dentro de mí, me atraviesas como cristales que se camuflan entre la sangre que derramo a cada pensamiento de ti.

Si alguien me preguntase qué es el dolor, respondería que es tu nombre al dejarte ir.

Verte marchar me vacía el aire de los pulmones, me aprieta el pecho, es casi una encerrona provocada por mí misma en la que la víctima soy también yo.

Hay tantos momentos que no quiero que te lleves, soy tan egoísta.

Pero no puedo.

No puedo verte salir por esa puerta y pensar que se han acabado, los olivos, la furgoneta, las gallinas corriendo por el campo, las avispas en la pared, la piscina de fondo turquesa, las cerezas blancas y las barras de pan sobre cada rincón de la mesa.

No te lo lleves.

Por favor déjame ser insaciable durante unos minutos más.

Tan sólo necesito algo sencillo, explícame cómo consigo entender que te convertirás en un jamás.

Tendrás una nueva forma, serás todos y cada uno de aquellos jazmines que mis ojos puedan ver. Y esa será mi poesía, nuestra conversación, nuestro reencuentro.

Y aunque me aferro a ti, en estos últimos segundos, quiero que sepas y entiendas que siempre querré lo que te haga feliz. Y estaba claro que eso ya no se encontraba aquí.

Nunca pude imaginaros separados, así que decidí no hacerlo. Allí donde vayas, agarra fuerte esa mano, como siempre has hecho, como siempre me habéis enseñado.

Prometo no rendirme, espera a todas las aventuras que tendré para contarte cuando nos volvamos a ver.

Te querré, siempre.

Las cosas posibles.

Año 2019, otra Navidad y otro propósito que cumplir en Año Nuevo: sobrevivir un añito más a la locura que es vivir.

Y no es poco.

En breves se acaba uno de los años más reveladores de toda mi vida, he hecho cosas que jamás pensaba que haría y he conquistado partes de mí misma que había olvidado que existían.

He pasado por dos países asiáticos a los que siempre he querido viajar, Japón y Corea del Sur.

He superado crisis de ansiedad piramidales, he parado de comer compulsivamente y he reventado el gimnasio como nadie más durante más de seis meses.

He afianzado la que es la mejor amistad que encontaré jamás en toda mi vida, mi verdadera alma gemela y la dueña de la mayoría de carcajadas que se me escapan.

Aprendí a decir que no a base de llorar mucho diciéndome que si, que estaba bien no querer ir, no querer besarle más, no querer contestar, no querer estar.

He conocido mis miedos, los he aceptado y respetado. Porque a veces luchar contra ellos no significa ponerte en la línea de fuego.

Así que, 2020, estoy aquí. Voy a estar aquí y difícil o no… No me rendiré. Parece que se ha convertido en mi lema.

¿Vamos?

I just pretended isn’t real

Como si la canción acabase en ese mismo instante, la caja musical se cierra de manera violenta y aunque nadie lo esperaba, es la falta de esa música lo que me enloquece.

He estado atrapada tanto tiempo dentro de esas notas que poco a poco se convirtieron en parte de mi piel, mi manera de respirar y las únicas letras que sabía utilizar.

Al dejar aquella cajita encima del escritorio repasé con los dedos el filo rectangular de la mesa y en un gesto desesperado por hacerme daño intenté golpearla, pero mis propias manos me detuvieron.

Es extraño, crecemos acostumbrados al dolor hasta que nos duele demasiado el que ya no pueda doler más. Porque las decepciones acaban, las rupturas pasan, las malas rachas se diluyen y los corazones se fortalecen.

Y no tiene nada de malo el querer salir de ahí, aunque otros no puedan seguirte.

No tiene nada de malo desear algo mejor para ti, querer crecer y pasar página, aunque otros no puedan salir del mismo capítulo del libro.

Hoy se ha cerrado aquella cajita musical y aunque me duele no escuchar esa melodía, aunque me aterroriza no saberme los pasos y palabras de la nueva canción, me digo…

«…Soon you’ll get better.»

Entre las sábanas.

Yo no sé si es así como deslizas tus manos cuando crees que mi cuerpo es cuerda y tú la música que fluye entre nosotros.

Jamás podría adivinar cómo es aquella sonrisa que se desprende del gusto del café, una mañana tras otra en la conquista de la rutina.

A veces consigo desprenderme de mis quejidos y suspiros cuando de imaginarte se trata.

Quién lo habría dicho.

Ahora mismo eres conjetura de palabras, un pensamiento, un garabato, uno de mis borradores, una idea en el cajón.

Pero es que la mesita se encuentra tan cerca de mi cama que nada me sorprende cuando noto mi mano deslizarse por encima de mi cadera, llegando a sentir con la yema de los dedos el pequeño pomo que estiraré.

Podría presentir cómo trepas por mi brazo y te pierdes cerca de mi mandíbula, como si mi cuello se tratase de una fría cueva donde encontrar refugio.

Quizás jugando con mi lengua descubras que perderse en mis ojos no sería tampoco un mal desafío.

Cuando te cansas te encuentras en mi espalda y es ahí donde con mi respirar, abro los ojos, sé que no estás. La mesita sigue cerrada y mi mano está en su lugar.

Quién lo habría dicho.